La Fuensanta y el Ginés están de aniversario. Como cada año
celebran el comienzo de su poca convencional relación. En la
casa que comparten se preparan, como siempre, siguiendo un
ritual. Efectivamente, en este ritual comienza la celebración.
Elegantes, poco sofisticados, diría que convencionales en la
excepción. Diferente atavío que en las cenas de los viernes (este
día es obligatorio salir), que también son rituales. La más
excepcional es la de Navidad, siempre en casa, en el viernes más
próximo a Nochebuena. En esta celebración el rito comienza con
la compra de alguna figura de belén en la Plaza Mayor de
Madrid, siguiendo con el avituallamiento de la planificada cena.
Luego puesta de los adornos navideños en la casa y por último
montar la elegante mesa. Ahora toca ponerse elegantes, con un
ritual de torero, tranquilos. Para el final la preparación del menú,
en la cocina y con un vino inspirador. Después sigue el rito con la
cena propiamente dicha, despacio, música clásica de fondo,
suave, eterna, inolvidable, cenas siempre diferentes, todas llenas
de simbolismos. Iluminación con velas compradas también a
propósito como cada año. Nada improvisado, siempre diferente.
En este aniversario, almuerzan en un buen sitio. Luego viene la
sorpresa anual del Ginés. La Fuensanta no sabe nunca en que va
a ser sorprendida, ni en que va a consistir esa sorpresa, distinta
cada año. Lo que no sabe el Ginés, es que este año él también va
a ser sorprendido por la Naturaleza y por el guion, inesperado,
de una serie de acontecimientos concatenados. Por la tarde, en
un día de chaparrones intermitentes, el Ginés conduce el coche a
una laguna salada donde hay flamencos, de los de dos patas, su
música la interpretan con su pico. Celebran sus últimos rituales
antes de partir para África a pasar el invierno, acompañados de
sus vecinas las garcetas. Aparcan en la orilla gredosa sin
compactar de la laguna. El espectáculo es muy bello. El sol en su
caída, se asoma entre las nubes, reflejándose en la superficie de
la tranquila agua con los muchos anillos que forman las aves
pelecaniformes al nadar. Se va sucediendo un gradiente de
azules, rojos y bermellones. Se filtran a través de jirones de
nubes grisáceas, cada vez más abundantes. Un gran tractor pasa
por el camino de piedra compactada que hay unos metros detrás
de la platea real que han elegido para gozar de la puesta del sol.
El tractorista mira con extrañeza el vehículo que hay apostado
cerca del agua. El Ginés ve en él una mueca entre esta extrañeza
y una sonrisa cómplice e irónica. Ambos levantan la mano por
cortesía y saludo. Uno de los dos sabe que volverán a verse.
De pronto un nubarrón cubre al sol, lo cubre todo, baja
rápidamente y se mezcla el agua dulce de la lluvia, con la salada
de la laguna. Ya no hay horizonte. Dentro del coche se oye a
Bizet, Los Pescadores de Perlas, se brinda con champagne, es una
excepción. El espectáculo es fantástico. Algún relámpago ilumina
la superficie del agua al tiempo que a sus estrellas interiores y
ambienta como en un pub el interior del coche. En el aria “Je
crois entendre encore” que canta magistralmente el malogrado
tenor Salvatore Licitra, siempre eterno, al acompañamiento del
piano se le unen unos graves discontinuos, cada vez más
frecuentes, son las gotas de un gran chaparrón. Se hace casi de
noche. El Ginés arranca el motor del pesado coche.
El motor del coche arranca pero éste permanece inmóvil, las
ruedas resbalan y van haciendo hueco en el barro del limo y
arcilla. No cogen tierra firme o piedra. Mejor desistir para que no
se hunda más el coche. (“Trata de arrancarlo Carlos, por Dios,
trata de arrancarlo”, recuerda el Ginés, gran aficionado al mundo
del motor). Imposible. Optan por salir del coche, los brillantes
zapatos también se clavan en el barro, menos mal que ya casi no
llueve, no olvidan lo que queda del champagne, cogen la botella
como única protección. No hay paraguas, hubiese dado igual
pues habrían volado como Mary Poppins . Al Ginés se le
enciende la bombilla que hay debajo de su calva. Recuerda,
porque ha venido en bicicleta a este lugar, que hay a la entrada
del pueblo un puesto de la bendita Guardia Civil. No es necesario
pasar por el pueblo, se puede rodear e ir rectos hacia el cuartel,
metiéndose, eso sí, hasta media pierna en el barro. Poco antes
de llegar a la casa de la Benemérita, ya en camino asfaltado,
acaban el champagne y lo depositan en un contenedor de
reciclaje, faltaría más.
Prácticamente de noche. Golpean la puerta del Instituto Armado.
Sale un número de los que componen el cuartel, todos muy
jóvenes. Seguro que es su primer destino. Seguro que también
será la primera gran experiencia no delictiva y no la va a olvidar.
Ante ellos aparece, no la joven de la curva, sino algo más
sorprendente por el lugar, la hora y el tiempo, una pareja muy
elegante aunque embarrados por los pies, por dentro divertidos
a pesar de todo, pero aparentando nervios, pidiendo ayuda.
Evitando prolegómenos que no vienen al caso, se ciñen al hecho
de la aparición súbita de una tormenta en la laguna y la
imposibilidad de sacar el coche, ante lo que tuvieron que venir
andando entre el barrizal.
No hay grúas en el pueblo, dicen. El Ginés se acuerda del amigo
circunstancial, conductor del tractor que había saludado y que,
socarronamente, le devolvió el saludo sabiendo que no sería el
último. El Número, marca el teléfono del tractorista en su
terminal fija, por si quiere hacer el favor de colaborar, le explica
lo que hay, el guardia esboza una sonrisa pícara ante el
comentario que le tuvo que hacer el tractorista. El Guardia
“tranquiliza” a los celebrantes, que tenían que aparentar
desorientación y necesidad de auxilio y dice que serán atendidos
cuando el tractorista termine de la merienda-cena. Así lo hace,
aparece con su gran tractor. Al venir saluda, ahora ya
estrechando la mano a los “angustiados” celebrantes y diciendo
que al atardecer él ya sabía lo que iba a pasar por el nubarrón
que se acercaba y se despidió, al alzar la mano como saludo, con
un hasta luego.
El tractor, el tractorista y el Ginés llegan al coche, lo sacan del
barrizal con una buena maroma, yendo en procesión al Cuartel.
La Fuensanta había quedado en custodia, apaciguándola con
agua, que no probó, por dios, con lo que eso oxida. Al llegar, con
una goma se limpia a presión los bajos del coche y los bellos
zapatos. Los rescatados se despiden agradecidos a todos los
intervinientes. El rescatador no quiso cobrar nada y se le envió
una buena caja de vino.
La Fuensanta le dice al Ginés que este este año se ha superado
en el fin de fiesta de la celebración. Él también se muestra
superado. Para terminar de contarse cada uno sus sensaciones,
van a un bar de carretera donde se reponen y sacan
espontáneamente sus adentros, sin picoletos salvadores por
medio. Como siempre la realidad supera a la imaginación.