Que la violencia es un negocio y vende es un hecho incuestionable. Ciertamente, se trata de un despreciable business, aunque los datos y los hechos son irrefutables, no en vano hablamos de otro modelo de negocio crematístico, que se transmuta en sus distintas modalidades: violencia física, psicológica, sexual, de género, económico-patrimonial, simbólica, doméstica, institucional, verbal, laboral, contra la libertad reproductiva, obstétrica y hasta mediática. Todo un compendio, sin duda, con un marcado cariz trasversal, y de tentáculos metastásicos.

Se vende porque se consume, y la brutalidad y el abuso generan una suerte de economía a gran escala, difícil de cuantificar en su conjunto, que cuenta con sus propias leyes de mercado, su oferta, su demanda y su onerosidad, aunque a veces incluso se practica de manera gratuita e incluso altruista. En definitiva, existe una amalgama variada de conductas ponzoñosas que nos certifican a diario su presencia y su repercusión económica. La agresividad tiene de malo, además, que es contagiosa, con lo cual se dispara y se proyecta su efecto multiplicador.

La violencia campa a sus anchas y atrapa a la juventud ya desde el colegio e instituto, y los high school norteamericanos cuentan con arcos de seguridad a la entrada, como si se tratase de un aeropuerto. ¿Hacia dónde vamos?

También hay que preguntarse de dónde venimos, puesto que la violencia ya se daba con cierta habitualidad en la antigua Roma, donde aparte de acuñarse el propio término, se practicaba sin pudor en el ámbito doméstico, conducta normalizada que contaba con la ventaja de no trascender el ámbito privado y que gozaba de cierta aceptación social, según Plutarco. La evolución tan solo ha generado la transformación del exceso temperamental en otro tipo de violencia más, llamemos, disciplinaria, basada en el modelo organizativo de la fábrica y la oficina, un modelo más “industrializado”.

En palabras del sempiterno pacífico Ghandi, la vehemencia no es más que el miedo a los ideales de los demás, o añado yo, el formato escogido para hacer valer los propios ideales frente a la amenaza. Hasta en política hemos contemplado alguna castaña parlamentaria ante la falta de argumentos, que en ocasiones incluso jaleamos y nos espolea, pues nos saca del tedio, y se recurre cada vez más a menudo a la violencia verbal para descalificar o desacreditar al contrario o, simplemente, al diferente, método cada vez más habitual de dirimir posturas polarizadas. Los sabios razonaban, con acierto y elemental sentido común, que nadie puede pensar y golpear a alguien al mismo tiempo, quizá de ahí que se hayan condensado ambas acciones en una, una simbiosis chabacana que ha derivado hacia el insulto y la injuria.

En América Latina el negocio de la violencia –brutalbox- alcanza cotas insospechadas y se ha traslado del campo de batalla a las calles, barrios o cuadras de Ciudad Juárez, San Salvador, Caracas, Rio de Janeiro o Medellín, donde no es fácil siquiera pasear sin ir armado hasta los dientes.

El diccionario la define como aquella acción ejercida contra el natural modo de proceder, aunque yo me pregunto si no será natural hoy día su ejercicio, pues resulta evidente que, con tanto interés espurio pululando a nuestro alrededor, no parece que interese rebajar o minimizar las actuales dosis de violencia, al tratarse de un recurso primario y banal con el cual se garantizan y obtienen pingües beneficios, lo que como cualquier otro negocio, impone sus reglas y se protege, con brutalidad intrínseca, de aquello que amenaza su dominio o supervivencia.

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