Reconozco que mi pasión por la Historia es proporcional a mi desconocimiento, o, dicho de otra forma, admito no tener ni idea, pero le echo vicio. Mi afición por ella surgió como las setas; me leí muchas de las novelas sobre Historia de M. Fernández y González, edición de papel de estraza, junto con los tebeos de Hazañas Bélicas, Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, TBO, etc., pringosos, porque todos eran de trueque en las matinales del cine de los domingos. Posteriormente me aficioné a la Historia comentada gracias a un gran amigo, catedrático de Historia en la Complutense, que se especializó en el trasfondo de la misma; como la inmensa riqueza que supuso implantar supuestas apariciones marianas en zonas deprimidas, de la que ya he escrito, y visto in situ, o el incremento exponencial de prostitutas que tuvo Aviñón en el periodo 1309-1377, en el que residieron allí los Papas. Eso no lo he constatado, pues nunca he sido consumidor de estas aficiones; por la edad, así, así, me vino para vivirlo. Pero yo, para tratar de enmascarar mi ignorancia le añado humor, a la manera de la Generación del ,27, que lo sumaban a sus metáforas, como las greguerías de Gómez de la Serna. Ya quisiera dominar los adjetivos, como decía Azorín: “la literatura está en los adjetivos”· El mismo Azorín que dijo: “Albacete, Siempre”, sin pisar la ciudad. Supongo que la vio cuando iba de paso con el tren, se cercioró que también era el New York de La Mancha, pues se asomó por la ventanilla, ya que entonces se podía y, al tiempo que veía el alto perfil de la ciudad, se le levantó el flequillo, tipo Tintín. A unos y otro, los miro con catalejo, como persona de la mar.
Como preámbulo a Lepanto, miramos un poco la Región de Picardía (¡estos franceses!), al norte de Francia, donde tuvo lugar la Batalla de San Quintín (10-08-1557, día de S. Lorenzo), motivada por la invasión de Nápoles por los franceses; Nápoles, tan español entonces como Benidorm ahora. Felipe II ordenó a sus tropas imperiales, sobre todo las de los Países Bajos y a los soldados de los Tercios de Nápoles, invadir la Francia de Enrique II, mandadas sus tropas por el Duque de Montmorancy. El Papa Pablo IV, apoyó a los franceses, facilitándoles su llegada a Nápoles y nuestro Duque de Alba, los rechazó y aisló al Papa. Éste montó en cólera y excomulgó a Felipe II, a quien le dio un poco igual. Se fue a Inglaterra y puso el cazo a los ingleses, que para eso se había casado con la ultra-católica María Tudor (la llamaban “Bloody Mary”, Mari la Sangrienta, porque ordenó quemar centenares de protestantes; tenía en su padre un buen maestro), hija de Enrique VIII, nada menos (¿para eso se había cargado a tanto personal y enfrentado al Papa?) y Catalina de Aragón. El Parlamento apoquinó 9.000 libras y 7.000 hombres, al mando de Lord Pembroke. En Bruselas, se unieron a valones y flamencos (los dos ejércitos juntos, que la guerra con un enemigo común une mucho), más saboyanos, borgoñones, húngaros y más de 5.000 mercenarios alemanes (entonces los malempleábamos nosotros a ellos), bajo el mando del Duque de Saboya, además de los flamencos Carlos de Berlaymont y el conde de Egmont, a los que se les unió el italiano Curciano, con el Jefe de Escuadrón de Felipe II, Guillermo de Nassau. Excelente alineación internacional de galácticos, por eso se ganó la batalla, una especie de Champion League, y por el desprecio del francés Montmorancy (léase el nombre en voz alta, poniendo morritos como en los selfies, y figúrenselo oliendo a parfum, ojos pintados, pomposa peluca con su peluquero de campo, es cierto, empolvado, lunares artificiales y dando órdenes con un pañuelo bordado en la mano) a la capacidad de la fuerza multinacional mandada por Felipe II. Los franceses tuvieron más de 20.000 bajas, por 1.000 el combinado español. Terminó la larga guerra (1547-1559) entre franceses y españoles con la Batalla de Gravelinas (13-07-1558), cerca de Calais, Francia. Lo del Monasterio de San Lorenzo en El Escorial, es básico y los lectores saben que se edificó por esta batalla.
Mención aparte está la figura del flamenco Conde de Egmont, que comandaba las tropas imperiales españolas, pero poco después también comandó el asalto de centenares de iglesias católicas de los Países Bajos, destruyendo templos y dando muerte a curas y demás fieles. “El Coco,” para los niños de allí, Fernando Álvarez de Toledo, III Duque de Alba de Tormes, instauró el Tribunal de los Tumultos y este Tribunal condenó al Conde de Egmont, ejecutándolo. Goethe escribió el poema Egmont y Beethoven compuso su Obertura del mismo nombre (que me encanta), descriptivo, sobre la opresión de un pueblo y la alegría por su liberación. A pesar de dominar el alemán y tener un oído excelente, no he visto ni oído nunca, que se relatase la persecución y muerte de los católicos y la destrucción de sus templos en los Países Bajos. Y todo para sustituirlo por el protestantismo y sus razones económicas.