El principio del largo proceso de transformación a la democracia de los antiguos países del bloque comunista, tuvo su origen en la caida del muro de Berlín, en noviembre de 1989. En mayo de 2004, diez Estados entraron en la UE, que pasó de 15 a 25 miembros. Menos dos, todos eran países del Este, luego accedieron Rumanía Bulgaria y Croacia. Nunca la historia es previsible y los muros dejan huellas bastante más profundas de lo que pueda parecer. La brecha que ha surgido durante la crisis de los refugiados por la resistencia de los antiguos países del bloque socialista a abrir sus puertas, refleja un problema profundo.
Era injusto e imposible no ampliar Europa al Este, pero a diferencia de España y Portugal, no se trataba solo de pasar de una dictadura a una democracia, sino de transformar un sistema económico y político que se caía a trozos, en un país que funcionase. Hoy Hungría no seria admitida en la Unión Europea si se atendiera a los llamados criterios de Copenhague de 1993, con sus cuatro exigencias: debían dotarse de instituciones democráticas; asegurar el respeto de los derechos; el funcionamiento de la economía de mercado y la aplicación del acervo comunitario. Con la aplicación de sus medidas contra los refugiados, Budapest incumple al menos tres de estos criterios
Pero lo que resulta asombroso, inconcebible e injustificable el caso de Dinamarca, país en el que todos queríamos vivir. El primer país que abolió la esclavitud; el primer lugar que reconoció que mujeres y hombres debían de ser iguales, porque lo eran. Un país donde hubo una resistencia ejemplar contra los invasores nazis. Un paraíso de derechos humanos, Dinamarca, que ahora han discutido, qué requisan a los refugiados de sus escuetos bienes para garantizar el pago por los daños provocados. Quizás se les puede sugerir a sus dirigentes políticos, que les quiten sus dientes de oro. No sería la primera vez que unos europeos hacen eso. Ya se hizo con los judíos.
La gestión de la crisis de los refugiados, vemos, está generando algunas señales alarmantes. Ante una situación tan complicada no surgen pequeñas fisuras entre los responsables políticos de la gestión, sino amplias grietas. La canciller alemana tomó la iniciativa en una generosa apertura de fronteras pero se encuentra ahora que hay que plasmar las promesas en la práctica y aparecen las voces discordantes, dentro y fuera del país. Es cierto que esta crisis es compleja y tiene causas diversas, pero a Europa le toca jugar un papel decisivo en su resolución, sabiendo que está en juego su presente y su futuro. La crisis no es un problema alemán, es un problema europeo: el más importante de los que tenemos ahora mismo.
Desde que los 28 (actuales, fungibles y algunos “en funciones”) jefes de Estado y de Gobierno, que fuerzan la Ley para salvar su indecencia, haciéndonos vivir una capitulación en toda regla de los principios básicos que inspiran a la UE ante el chantaje británico para no marcharse de la Unión, Brexit. Millones de europeístas estamos cada vez más recelosos y sobresaltados por el declive de los principios y valores en nuestra Europa oficial. No nos fiamos de NINGUNO de ELLOS, ni de su atropellado lenguaje de madera.
La Unión Europea y Turquía han firmado un acuerdo, que trata de frenar la llegada masiva de refugiados y migrantes a las costas griegas. Este acuerdo, aprobado por unanimidad, supone un giro en la política europea de asilo y no despeja las dudas que recaían sobre él, en cuanto a legalidad y eficacia. El texto busca salvar las apariencias, para lo que retuerce el espíritu de las leyes.
Es el “fachadismo jurídico”, que no interpreta o adecua la norma para adaptarse y que la realidad encaje mejor en ella. Al contrario la retuerce, desfigura y desnaturaliza, aparentando que aún es norma. Pero en lugar de reforzar la cohesión, lo que hace es poner en evidencia la fragilidad de una UE temerosa de los movimientos xenófobos e incapaz de cumplir sus propios acuerdos. La UE era campeona en flexibilidad, indispensable cuando son muchos los que deben pactar, disponer renuncias y trabar equilibrios. Ahora, sin embargo, esa – genial – habilidad empieza a convertirse en – peligroso – funambulismo.
El objetivo del acuerdo firmado, es la expulsión masiva de los no-invitados. Los Veintiocho dirigentes del Consejo lo reconocieron con desvergüenza, antes de que la ONU se alarmara por la ilegalidad de su plan para los refugiados. Aún más grave: escribieron como conclusión de la cumbre de 7 de marzo que los retornos a Turquía (de los carentes del derecho de asilo) se harían por vía rápida: en caliente. ¿Qué credibilidad tiene, ese anuncio de trato personalizado – que requiere tiempo, gestión y garantías -, si los principios inspiradores del plan, que sea masivo y por vía rápida, siguen vigentes? El lenguaje menos brutal, limador de aristas, esconde a veces enormes fraudes de Ley
¿Desde cuando Turquía es un país seguro? Erdogan inició la ofensiva contra la libertad de expresión en 2.013 y se ha extendido al campo de la prensa y televisión muy críticas con su gestión. Turquía ostenta hoy el triste record mundial de periodistas presos y casi dos mil intelectuales, profesores y artistas son objeto de querella por “insultar al presidente”. Con un pragmatismo, que NO le honra, la Unión Europea ha cerrado los ojos a la vulneración de los derechos fundamentales por Erdogan.
Tan clave como atacar un problema es resolverlo bien. Roma no se hundió por perder una guerra, sino porque no supo hacer prevalecer el imperio de su derecho ante las tribus germánicas, ni adaptarlo a favor de sus propios excluidos, perdiendo su fortaleza interna. La UE es ante todo, antes que un mercado y un proyecto político, una comunidad de derecho, un edificio de reglas (su respeto y aplicación) que plasma determinados valores (humanitarios) y principios (democráticos, liberales y sociales) si mella esa condición, es todo el edificio europeo – y no solo el bienestar, la solidaridad o la seguridad – lo que amenazará ruina.