-Deme su pasaporte y pase a esa habitación.
No sabía si esas palabras iban dedicadas a mí. Tampoco, en principio, sabía quién las pronunciaba. A pesar de mi mediana estatura, bajé la vista y me encontré una mujer boteriana y repretada con aspecto de policía, que me miraba seria y conminatoria y un poco más abajo un perro canijo, no tan feo como ella, que me husmeaba. Acababa de facturar una maleta hacia Madrid, mi destino. Faltaban dos horas y media para que saliese el avión de Lima.
Le hice caso, lógicamente, y le di el pasaporte. Me sentí como un árbol sin raíces o un marino sin brújula. Inseguro. Asombrado. Con todos los interrogantes del mundo, pero pronto comprobé que me cabían muchos más. Entré en el habitáculo donde vi, sobre una mesa, la maleta que acababa de facturar y un sujeto que la empezaba a manipular. Con éste tuve que mirar mucho hacia arriba y a los lados. Era un armario, pero de oferta de Ikea y muy mal montado. Denotaba tener más heridas en el alma, que las muchas que se le veían en cara y brazos. Era de las personas que parecía que habían eructado sus sueños. Un elefante sería más delicado poniéndose unos pantis, que él tratando mi maleta y su contenido. Una vez que la hubo vaciado, puso dentro una pequeña bolsa de plástico, llena de un polvo blanquecino. He visto muchas películas policiacas y pensé que me ponía alguna droga dentro para acusarme. El corazón me latía como los timbales en una ópera de Wagner. Aún cabía más percusión. Lo primero que me preguntó fue:
-¿Por qué viene tantas veces a Perú?
-Porque en Lima trabaja un hijo mío, le contesté.
-Pero él no lo ha traído al aeropuerto.
-No ha podido porque tenía que trabajar.
Seguían llegando timbales a mi pequeña caja de resonancia. “Me han vigilado desde que bajé del taxi”, pensé yo. Me preguntaba qué les había inducido a sospechar de mí, antes de facturar y ver los sellos de mi pasaporte. El pánico me seguía inundando.
Siguieron las preguntas mientras arrancaba el forro de la maleta. Con un artefacto iba pinchando por todos lados y, posteriormente, en la bolsita que había puesto dentro de la maleta. Me sentía en sus manos y le fingía una naturalidad que no tenía, con una sonrisa de máscara griega. Misma técnica para la maleta de cabina que no había facturado. Deshizo un tubo de cartón que yo portaba, donde iba enrollada una pintura al óleo, tan contemporánea que olía a recién terminada, (casi con el pintor dentro dando las últimas pinceladas) que había comprado el día anterior. Le presenté el recibo y me dijo que era muy cara, así como los regalos de una conocida tienda limeña. Opinaba con mucha erudición de ignorancia, que diría Skármeta. Durante las dos horas aproximadas que duró el examen, y a pesar de todo, tuve unas palabras de comprensión con su trabajo, a pesar de los latidos en sienes y tórax. Todas las procesiones del mundo de la Semana Santa, iban por dentro y seguro que me olió el pánico, más que el perrico que me esperaba fuera. A duras penas pude meter mis cosas en las maletas y la pintura en su tubo.
En ningún momento vi reflejarse en su rostro más emoción que su mecánica de trabajo. Al terminar dándome el maletín y la pintura, me indicó la puerta donde estaba el tándem policía-perrete policía (que dejó de oliscarme) y les dijo algo sobre mí, de película policiaca de cuarta, que nunca pensé oír:
-¡DALE EL PASAPORTE QUE ESTÁ LIMPIO!
P.S.- Los latidos varios bajaron de intensidad, pero en el control del arco detector, ya recuperado el pasaporte, aún me esperaba otro inspector, éste del Ministerio de Cultura, que volvió a observar larga y concienzudamente la pintura, extendiéndome un certificado autorizándome a sacarla. Una azafata “para ayudarme”, me acompañó desde un policía al otro, ¡diciéndome que me diese prisa que el avión lo estaba yo reteniendo! Entre todos volvimos a enrollar el óleo y salimos corriendo la azafata y yo. Al llegar al avión vi los ojos de reprobación de los 448 pasajeros (uno ya dormía) y de la totalidad de la tripulación y di la orden al comandante para partir…por cuarta y última vez de Lima.