Ante un cambio de país siempre tengo cierta incertidumbre. Aún ahora, incluso en territorio Schengen, siento inquietud, no recelo. Tal vez porque soy una esponja ante un cambio de geografía; permeable y receptivo. También cuando me muevo por España o por las ciudades en las que más vivo. Hasta me resultan diferentes algunos barrios dentro de ellas y las personas y costumbres de las personas que las habitan, que, a veces, se encierran en sus propias creencias y, en el extremo, se radicalizan hasta llegar algunos a la violencia, ya por encima de su geografía y forman “nubes” ideológicas supranacionales. El fenómeno pacífico lo aprecio en la dispersión ideológica en todos los países demócratas, demócratas. De ahí tantos partidos, que no obtienen mayorías absolutas, con la necesidad de pactos tan difíciles de lograr. Estos dos grandes hechos los dejo para los sociólogos, que son los que se pueden equivocar con más conocimiento que yo. Me limito a mis sensaciones al cambiar de país y a los incidentes, algunas relatados, que me han ocurrido.
El primer recuerdo que me viene lo veo en blanco y negro. Años sesenta, inmediaciones de Irún, llegada en tren y vía europeos, cambio a ancho de vía española, para que no nos invadieran y tren de máquina de carbón, con la que nos ha gustado jugar siempre. Billete de tercera. Hasta la carbonilla que se metía en los ojos, era más gruesa y de peor calidad que la de primera. En mi mente, casi adolescente, no había procesado lo vivido tantos meses en Paris, con su Guerra de Argelia, que viví con sus batallas cruentas en sus calles, y que ya dije que perdí, por haber trabajado en un laboratorio que suministraba medicinas al ejército francés. También por haber gozado la libertad, yo que venía de una dictadura, en la que había nacido y vivido, hasta para ser amigo del secretario general de Paris del PCF, que, a voz en grito, en una comisaría, deseaba la muerte a De Gaulle, presidente entonces de Francia y los gendarmes miraban para otro lado. De ser protegido de un famoso director de cine, comunista, que colaboró con la cúpula de ETA y fue detenido. También fui amigo del Agregado Militar de la Embajada de España. Esos meses han marcado positivamente mi vida; un máster sin tener que presentar trabajo final. Llevaba en mi cabeza muchas vivencias y en la maleta muchos recuerdos, algunos materiales, entre ellos unos de la URSS que cogí en una exposición sobre el Sputnik. Éstos me producían inquietud por si me los pillaban, ya que eran de los rojos, enemigos de mi Jefe de Estado, junto con la confabulación judeo-masónica, que nadie ha sabido qué es.
En mitad de la noche, sin miramientos, abren la puerta del departamento. Dan todas las luces, una de ellas fluorescente. El revisor hace su trabajo rápidamente, tanto para no despertarme del todo. Apagamos, pero todavía en el primer sueño, misma mecánica, pero con más violencia. Me aparto las legañas y el resto del sueño, pues la escena sobrecoge. Veo a un señor con bigote, sombrero de Chicago, con una gabardina prestada por Humphrey Bogart, que le da vuelta y media a su cuerpo. Cinturón con gran hebilla. El sobrante lo anuda con varias vueltas. Se toca la solapa, la vuelve y dentro, prendida, una insignia. Dice que es la Policía y que le enseñemos los pasaportes. Detrás de él, dos figuras tenebrosas consistentes en dos sayones con tricornio, con mausel en bandolera, también con sendos bigotes. Humo en el pasillo; parecían dos apariciones del mucho más allá. A Lee Van Cleef, con su dureza, quisiera haberlo visto en mi lugar. Lamento no recordar el color del pasaporte, lo veo en gris. También le presenté la autorización paterna para viajar “y la del señor cura párroco” (no iba, pero mis padres sí que contaron con él para darme el consentimiento al viaje). No abrió el maletón rígido a cuadros que yo llevaba, pero sí investigó si había algún polizón entre las redes donde se dejaban los bultos y en el hueco que existía encima de la puerta. Unos kilómetros después este hueco si fue ocupado por un joven, que se cubrió con una manta mulera y puso un fardo delante de él. Hasta mi llegada a Madrid, allí se apostó.
Ya en época a todo color. Llegada al aeropuerto de San Francisco, California. Torcida de morro de la policía de aduana, una preciosa Salma Hayek, con entrecejo Frida Kahlo, mala leche de Tiffany, la novia de Chucky. Inglés cerrado americano. Coge los dos pasaportes del tándem de la Ruta 66 y sin más explicaciones, se los da a un colega, americanazo blanco, que nos traslada a una habitación con poca luz, azulejo blanco tipo enfermería tercermundista, repleto de asiáticos, negros e hispanos, entre los que estaba yo. Miradas de preocupación en todos. Asistimos a un veinteañero español, que tampoco sabe por qué está retenido. Los pasaportes los deja en una gran caja con otros cientos. Aleatoriamente saca uno, nombra a su dueño y los dos desaparecen. Al cabo de varias horas, preguntamos al custodio de los pasaportes, ya un policía negro y muy agradable, saca los nuestros y nos vuelve a llevar ante Salma. No da explicaciones de la retención. Se extraña de que los dos pasaportes sean tan recientes, pero ya adaptados a sus exigencias, con sus holografías. Pide los antiguos. Se le explica que, al igual que allí, se entregan a cambio de los nuevos. La pregunta clave fue que si ya habíamos estado en los EEUU. “Of course”, digo yo. Mira la pantalla, ve que es cierto y que no hay impedimento para volver a entrar. Devuelve los pasaportes, ¡y a la Ruta 66! Aún hoy no sabemos la razón de la retención. Pero claro, fue después del atentado de las Torres Gemelas; ellos estaban muy sensibilizados y nosotros teníamos un aspecto extraño con nuestras barbas y tez morena.
Y ya que estamos en EEUU, con ocasión de una visita a Miami, hace poco, en el trámite del control de pasaportes, me preguntaron si había estado en Siria después del atentado de las Torres Gemelas. Estuve en éstas poco antes del mismo, comentando con mi pareja que, caso de haber algún siniestro, allí iban a morir como moscas pues, sin ser experto, existían pocas salidas en las dos plantas cuadradas de 50 m. cada una. Durante el día, las ocupaban unas treinta mil personas. Afortunadamente, si las cifras que dieron son ciertas, pocas víctimas hubo.
A la pregunta que me hicieron sobre mi visita a Siria, dije que SÍ y la pantalla del ordenador del policía, empezó a parpadear, creo que también daba brincos y le salía humo de los circuitos, retorciéndose de pavor. En toda la pantalla únicamente aparecía en inglés que si estaba seguro, “¡¡¡¿¿¿ARE YOU SURE???!!!”, intermitentemente, ¡¡¡¿¿¿ ESTÁ SEGURO???!!! , acompañado de un grito de miedo. ¡¡¡NO, NO, NO!!!, dije yo, “¡yo hablar mu malamente inglés!” ¡que tonto estoy!, no lo he entendido, ¡¡¡NO HE ESTADO!!!, pensaba que se refería a la virtual Siri, les dije. Cuando el ordenador se calmó, todos los hicimos, nos relajamos y pude visitar la ciudad. Me gustó y entendí que los ricos vivamos allí. Hasta me tomé algún café por 0,80 €, el precio que decía el expresi Zapatero que costaba un café; yo entonces lo comprendí. Y lo criticado que fue por decir eso; lo que es la incultura de no viajar.
Voy a perdonar a los lectores repetir algunos relatos aduaneros; la experiencia en la aduana entre Arizona y Nevada, cerca de la presa Hoover y mi pánico en la de Lima. También excuso repetir mi intranquilidad, ya relatada, al pasar, custodiado por los militares, la aduana entre Senegal y Gambia (blanca o roja, pero de la bahía). Así mismo, escribí sobre la retención en Guinea-Bisáu por los militares rebeldes independentistas de Casamance.
Sin embargo no puedo no relatar los momentos televisivos de gloria de mi heterónimo García López-Tello. Me cuenta que no son conocidos nada más que por él, por mí, por su pareja durante una semana y por un tercio de Brasil, que, con lo efímera que es la fama, ya lo habrá olvidado.
García conoció por Internet a una reconocida pintora brasileña. Guapos ambos, interesantes los dos, deseaban conocerse y allá que te va el zascandil de García y se cita con la artista en el aeropuerto de Sao Paulo. Lo que vio, después de tantas horas de viaje, me dice que no lo podía asimilar. En la puerta de salida de control de aduanas, García se encuentra con una nube de fotógrafos, cámara de televisión y una agraciada famosa locutora que está con Adriana, su amiga. Él se dirige a la primera, pero es la segunda la que le abraza. Una bella azafata obsequia a García con un gran ramo de flores. Pensó que algo se merecía, que algún mérito tenía hacer tantas millas desde Madrid, pero le confundió tanta amabilidad. Sin poder hablar con Adriana, respondió, en portuñol, a las preguntas de la locutora. Resultaba ser la presentadora de un programa de corazón, de mucha audiencia televisiva, que destacaba sobre todo si los corazones a unirse eran de distintos países, como así se presumía que iba a ocurrir. Su caladero, precisamente, era ese sitio del aeropuerto. Viendo a la guapa y expectante Adriana, detectó que esperaba a un mozo gallardo que armonizase con ella, como así fue, por lo que le preguntó, y se dijo que ya tenía el programa semanal. En esas que yo llegué y tuve mi momento de gloria televisiva, que culminó cuando emitieron el programa. Días antes de la emisión, García y Adriana, volvieron a ver a la locutora, hablando con ella. Este encuentro reforzó su emisión. Adriana contó a García que fue muy bonita, con mucha audiencia y con deseos de que se consolidase la unión de corazones hispanos, separados por un océano. Parece ser que no hubo unión, pero ya es lo de menos. El deseo se quedó en el viento; el no amor se ahogó en el agua, y el programa en la retina y en la videoteca.