Estoy contento. Acabo de estrenar un estropajo con dos capas. Alegre como el niño del palo. Me gusta mi evolución. Como leo hasta las envolturas del papel higiénico, veo que tiene, por su parte abrasiva (que, por cierto, dura poco a pesar de ser alemán, no marca blanca, o por eso), moléculas de plata que actúan contra las bacterias, impidiendo su desarrollo. Pobres humanos crédulos, creen que van a poder con estos seres vivos, los primeros, con una antigüedad de 3.500 millones de años. Y eso que actúan individualmente, pues tan solo se asocian para intercambiarse experiencias para sobrevivir a los antibióticos; hacen sus cónclaves y acuerdan un frente común contra el agresor, reaccionando a esos antibióticos modificándose genéticamente. Después cada una vuelve a su vida individual e incluso transmiten su información genética a sus sucesores. Y el hombre a crear, a remolque, otros antibióticos. Hasta los virus, acelulares, más elementales, las utilizan para introducir su material genético, abriendo su envoltorio proteico, penetrando en ellas, multiplicándose dentro de las células. Apasionante si no estuviera en juego la vida humana.
Vuelvo a mi reflexión de estar contento por un estropajo nuevo y eso que el anterior ya estaba adaptado a mi mano, hasta el punto de atravesarlo con mis dedos. Pero me pregunto la razón de esta alegría, comparable a la que tenía cuando estrenaba un jersey, tejido por mi madre, utilizando la lana, picosa, que había obtenido al deshacer otro jersey anterior. Esa áspera lana podía contener, como los cigarrillos Celtas, desde el cayado del pastor que cuidaba las ovejas, hasta la cuerda de cáñamo del collar de su perro. Aliviaba mucho ponerse una camisa debajo y sacar su cuello, como el Dúo Dinámico. Yo le ayudaba extendiendo mis brazos como un zombi, a manera de rueca, usándome como un huso, para conformar una nueva madeja. Como yo había crecido, ya tenía que añadir lana de otro color, a rayas, y el resultado era como los jugadores escoceses de rugby. Con el tiempo la alegría por lo novedoso iba adaptándose a objetos cada vez más caros: patín de madera hecho por mí, ayudado por mi tío Emilio, carpintero, de las mejores personas conocidas por mí, utilizando cojinetes (rodamientos, decían los cultos) usados, con tanta holgura que se salían las bolas enseguida y yo terminaba en el suelo, acumulando costra sobre costra, menos mal que existía la “micromina”, claro, no llevaba protección alguna, al contrario que ahora, que se forran los niños como para hacer la guerra de las galaxias y eso que no salen del pasillo de casa. Otro regalo fue un álbum de discos de música clásica cuando aprobé la reválida del Bachiller Elemental (me pregunto por mi afición a esta música, cuando la única cadencia que había escuchado era la del martillo del taller de mi padre, al forjar magistralmente el hierro y la percusión del taladro con la máquina de volante de inercia). Más, una bicicleta vieja del taller de mi padre, que tenía que utilizar metiendo la pierna lateralmente, por debajo del cuadro, pues mis piernas no me daban para más; el ciclomotor Terrot, también del parque móvil del taller, al cumplir los 16 años, hasta llegar a un 600 normal, un 16.000 de Albacete (que terminó sus días por la sierra de Alcaraz, en manos piadosas, dando asistencia espiritual por parte de un cura amigo, a quien se lo regalé, a cambio de bautizar a mi hijo. Se podía hablar de trueque. Su acción fue más valiosa, ya que el bautismo fue en el Cotolengo, que era mi comunidad familiar-espiritual y la autoridad eclesiástica no daba autorización, pues el sacramento debía ser en mi parroquia; aun así lo hizo), poco antes de casarme, y un deportivo, el único vehículo totalmente mío, que todavía tengo, cuando me divorcié por primera vez. Ese deportivo y yo envejecemos juntos, reconozco que, a veces, siento celos, porque es más conocido e identificable que yo. Y ahora el estropajo, con lo que creo que he pasado la frontera del postureo.
Utilizando, sin quitarle el polvo, mi biblioteca de recuerdos, la abro al azar por otra frontera, ésta física, en Bucarest, camino de Chipre, donde una policía, aspecto de matrona, literalmente, manoseaba pectoral y ostensiblemente a las chicas, en busca de alguna sustancia prohibida; tal vez comprobaba la resistencia de los tirantes de las diversas marcas de sujetadores que iba palpando. A cambio la maleta fue a parar a Kuwait; seguro que se cegó “senil-mente”.
Y hablando de tocamientos, en Casablanca me tocó a mí, y no fue Sam quien lo hizo, sino un policía. A conciencia, en la entrepierna. Un grupo de estudiantes españoles, dijeron que los policías eran unos mor. maric. Les advertí que sabían español tanto como para entender los insultos, siguieron con el cachondeo y los retuvieron un día. Espero que aprendiesen.
Más me costó, me cuesta y me costará, entender la frontera judeo-árabe. No tengo, a pesar de mis muchos másteres, obtenidos en los huevos kínder (al menos éstos no mienten, ni falsifican), conocimiento para analizar a fondo los hechos, la historia y menos adivinar una solución, pero si palpar allí la violencia contenida en las expresiones de sus habitantes. Tuve la desgracia de ver una manifestación de niños árabes con piedras, madres agazapadas en los portales y padres ocultos, contra soldados israelitas fuertemente armados. Jerusalem, la ciudad sagrada para todos, con un mismo dios monoteísta al que nombran diferente, no es capaz de abrazar a todos sus habitantes y darles una vida en paz. Es la gran frontera a derribar.
Otra gran frontera con odio latente, la he visto en los Balcanes. Creo que, aparte de no perdonar, no quieren olvidar, ¿por qué? Me ha sorprendido ver en las dos veces que lo he visitado, grandes paneles a la entrada de las ciudades, donde se recuerda gráficamente los bombardeos. La presión entre sus estados, entremezclando etnias, religiones y regiones, se contenía por la voluntad de dos dictaduras, las de la URSS y la de Yugoslavia. Creo recordar que se disolvió un año antes la segunda que la primera y emergió toda la tensión acumulada. Las tierras que he visto son muy bellas, así como sus tradiciones. Me sorprendió la muy buena costumbre en Croacia, de plantar un árbol cada pareja nueva que se casa. No pregunté si lo arrancan al divorciarse. Muy desagradable y lenta fue pasar la frontera con Montenegro. Carretera estrecha y bacheada y puesto fronterizo pequeño y destartalado. Se notaba la tensión entre los militares de ambos países. Limita Montenegro, nada menos que, con Bosnia, Herzegovina, Serbia, Kosovo (no reconocida, pues pertenece a Serbia, con habitantes también albaneses), Albania y Croacia. Adentrado en el país, vi la catedral de Ostrog, a manera de cueva, como la iglesia de la Ribera de Cubas en Albacete. Kotor es una villa fortificada, serpenteando su muralla en una montaña, con varias iglesias románicas. Está, como Dubrovnik, en la costa adriática. Muy buenos destinos.
Para finalizar mis fronteras naturales, destaco la de Amsterdam, con su fantástico aeropuerto, más grande incluso que el de Los Llanos. Al regresar de la Ruta 66, y sus 15.000 km., al ir a pasar el control de pasaportes, vimos, mi gran persona y guía, además de hijo y yo, que dos policías jóvenes me miraban y se reían. Al llegar a su altura (es un decir, porque eran muy altos), sin dejar de reír, me pidieron hacerse una foto conmigo. Como venía de haber sufrido muchos mosqueos en EEUU, me volví a escamar, pero duró poco por la actitud tan amistosa de los policías. Tan solo querían inmortalizarse con una foto conmigo, ya que me confundieron con Sean Connery (y no es la única vez; algún día García contará una corta y bella mini-historia de amor por este parecido). Accedí a la foto, por mi natural sencillo, y pasé la frontera con mis minutos de gloria.