Es Tanta la indigestión que tengo de esta podrida política que hoy y coincidiendo con que en las ciudades y pueblos ya huele a Navidad, voy a recordar a uno de los personajes típicos de la MISMA, al margen de los belenes, el cartero.
Recuerdo mis primeros años en Correos en los que cuando llegaba la Navidad se suspendían los permisos y en las salas de distribución nos volvíamos locos llenando de cartas cientos de montones y cajetines de la “mesa general”. En aquellos tiempos todo el mundo felicitaba a todo el mundo y por correo postal. Se vendían miles de cajas con tarjetas de Unicef y hasta había quien se las confeccionaba con motivos personales o quienes las imprimían con mensajes institucionales. Cuando la carta entraba por la “boca de león” de los buzones, un ejército de subalternos y auxiliares las recogían, clasificaban, ensacaban y llevaban a la estación para entregarlas a los “trenes postales” que recorrían España cada noche o a las conducciones de los pueblos que utilizaban los autobuses de línea, todo hasta llegar a su penúltimo destinatario, el cartero.
El cartero urbano o rural embarriaba y colocaba en tal o cual número de la calle la carta del Banco (pocas), la felicitación navideña, la ansiada carta del novio en la mili, la sentida del pésame y alguna que otra (muy pocas) con carácter publicitario. De paso, había comprado unas tarjetitas en las que figuraba un cartero con la valija al hombro y una sonrisa de oreja a oreja y un texto al pie de la misma que decía “El Cartero les desea Felices Pascuas” o “El Cartero les desea Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo”, estas tarjetas que se entregaban junto a las cartas esperando la correspondiente propina. Por cierto que esto de las tarjetillas proliferó tanto que en los previos a Navidad había tal desfile de pedidores, el barrendero, el portero, el sereno, el de la leche, el del periódico, el del butano, el dependiente de la tienda de ultramarinos, el novio de la hija de la modista, el empleado del gas etc. etc. que al final acabó con la generosidad de la gente y dio al traste con esa productiva y antigua costumbre.
La llegada del cartero era casi siempre motivo de alegría. Las malas noticias siempre llegaban antes que la carta. La carta se esperaba con ansiedad, la del novio en la mili, la de los hijos en las ciudades o emigrados, la de los parientes que se fueron del pueblo, todo lo bueno se comunicaba por carta y también parte de lo malo, aunque para eso estaban los telegramas y con ellos los repartidores de Telégrafos cuya visita anunciaba casi siempre mal fario.
Avanzando el tiempo , Telefónica colocó un teléfono en cada casa y allí donde no fue posible instaló un locutorio, dando paso con ello a que la noticia, la felicitación, el pésame o el mensaje ganaron en rapidez y ahorraba sobre todo del esfuerzo de redactar las cartas, aquellas cartas que encabezaban el texto con esta frase: “Queridos padres / queridos hermanos / queridos primos / querida Tere, etc. espero que al recibo de la presente os encontréis bien, yo bien, gracias a Dios”. Solo los novios mantuvieron la tradición epistolar sobre todo porque esas conferencias telefónicas desde los locutorios rurales permitían pocas libertades a la hora de expresar los sentimientos y “los deseos”.
En pocos años hemos avanzado tanto que todas estas cosas que vivimos en nuestra niñez o juventud nos parecen haber ocurrido antes del diluvio universal. Hubo un tiempo en el que la correspondencia epistolar dejó paso a la proveniente del Banco, la Compañía del agua o del gas o de la luz o de las empresas publicitarias. Hoy ya ni eso. Para comunicarnos utilizamos el móvil, el correo electrónico, las cuentas bancarias, los recibos de luz y de agua, todo lo que hoy movemos pasa a través del “celular”. Con frecuencia vemos rebosar nuestros buzones, pero casi siempre con publicidad y entre medias de cuando en cuando una carta.
El cartero que antes era visita deseada se ha convertido en estos tiempos en visita temerosa o preocupante. Cada vez que el cartero llama a mi puerta me santiguo. ¿Qué me traerá esta vez? Y lo normal, una carta de Hacienda, una multa de tráfico, una notificación del Ayuntamiento o del Organismo de Gestión Tributaria, una carta de la S. Social diciéndote que te ha subido la pensión 1,20 céntimos y las peores de todas, las notificaciones judiciales, esas que imperativamente te emplazan en fecha y hora para ser informado “de un asunto de sumo interés para Vd”, pero sin especificar qué clase de asunto, por lo que al más honrado de los humanos se le eriza el vello y no duerme hasta el día de la cita. Y Por cierto, viene al caso comentar que el lenguaje utilizado por la Justicia para comunicar tal o cual cosa a los ciudadanos debería ser más claro, conciso y comedido, vamos que deberían bajar de la nube en que se hallan y descender al nivel del pueblo para decirles y explicarles las cosas en un lenguaje entendible por éste.
Vuelvo al relato de mis queridos carteros (en torno al medio centenar han dependido de mí en diferentes oficinas) y me dispongo a anticipar mi felicitación navideña y desearles que en el correr de los tiempos, cada vez a mayor velocidad, sepan adaptarse a lo nuevo que aparece cada día, con ilusión y sin pérdida del espíritu de servicio que siempre les caracterizó.