En el colegio me contaron que el rey era elegido por Dios y solo era responsable ante el Altísimo, por lo que nunca respondería de sus actos ante sus súbditos. Esto se conoce como la doctrina del derecho divino de los reyes.
En la Universidad me contaron que la persona del rey era inviolable y no estaba sujeta a responsabilidad. Así se recoge en el art. 56.3 de la Constitución, lo que supone que no puede ser llevado ante ningún tribunal de justicia por ninguna causa.
Antes, durante y después, políticos y medios de comunicación me contaron que el rey, gracias a sus contactos con otras casas reales y ese carácter “campechano”, era nuestro mejor embajador, capaz de obtener sustanciosos contratos para beneficio de la economía y el empleo del país.
Sin embargo, ahora que el monarca emérito está retirado de la vida pública, surgen las insidias y envidias de los parias de siempre, de aquellos que son incapaces de respetar el merecido descanso del monarca que lo dio todo por su patria.
No les bastó en su día con criticarle su noble pasión por la caza, con atribuirle relaciones extramatrimoniales o hijos bastardos, que ningún tribunal ha podido demostrar por esa nimiedad de no poderle tomar el ADN dada su inviolabilidad. Si el rey hubiera querido, al igual que presume Donald Trump, podría haber pasado por el garrote a sus detractores sin que eso le hubiera hecho perder ni un solo voto. ¿A qué viene ahora acusarle de defraudar al país por recibir una donación de 90 millones de sus “primos” de Arabia Saudí? ¿Y qué más da si él regala a su vez 65 de esos millones a una “amiga” cualquiera?
Lo único que demuestran todas estas aviesas informaciones, recogidas solo en medios desestabilizadores y filocomunistas, es el carácter generoso de estas monarquías hermanadas y de esos grandes hombres que las representan. Por mucho que se empeñen, no conseguirán echarlo como a su abuelo Alfonso XIII, quien después de ser sostenido por la dictadura de Primo de Rivera y la “dictablanda” del general Berenguer, al igual que nuestro rey emérito lo fue por la de Franco, nombró un gobierno de concentración monárquica y celebró elecciones municipales en 1931, elecciones que ganaron las candidaturas republicanas el 14 de abril. Después de garantizar a los españoles una democracia, como más tarde emularía su nieto, es inconcebible que le obligaran a exiliarse y vivir el resto de su vida errando por hoteles lujosos de toda Europa, sin más medios para subsistir que el dinero que honradamente había ahorrado en cuentas suizas y británicas.
A un rey no se le vota, desagradecidos, nos cae del cielo por la gracia de Dios. A los súbditos de nuestro rey emérito debió quedarnos claro en 1969 cuando fue nombrado digno sucesor de Franco y, en el momento de jurar guardar y hacer guardar las Leyes Fundamentales del Reino y los principios del Movimiento Nacional, el presidente de las Cortes dio término a la jura diciendo: «Si así lo hiciereis, que Dios os lo premie; y si no, os lo demande». Solo la justicia divina lo juzgará, no la legislación impía destinada a nosotros, pobres plebeyos.
Por mucho que algunos pretendan ahora cambiarnos el cuento, yo siempre dormí bien arropadito con el que me habían contado. No voy a renunciar a cuarenta años de un sueño tan profundo, tan despreocupado, tan cándido…