Curioso el revuelo mediático que ha suscitado la representación de la obra de títeres “La bruja y Don Cristóbal”, que junto a la habitual polémica patria en todo lo concerniente al acervo cultureta, ha dado con los preventivos huesos de sus dos responsables del desaguisado en la trena, algo que sin duda para el arriba firmante parece excesivo.
Total, en estos tiempos carnavalescos, donde nada es lo que parece, y de corrupción masiva, qué más da que a dos esgarramantas se les ocurra colgar a un juez, matar a una monja o esgrimir pancartas con terroristas juegos de palabras y albóndigas-bomba. El problema se suscita cuando determinadas actuaciones culturales sobrepasan el derecho a la libre expresión rayando lo execrable, y sobre todo cuando tenemos público infantil en juego. Aquí ya cambia la cosa y se impone el límite a la irreverencia.
Como en cualquier otro orden, no importa tanto el contenido de la obra sino que, en mi opinión, es más importante fijarse en aquel que permite su programación y escenificación y que según parece, ni había constatado a priori su zafiedad y grotesco contenido.
Como maestro de blasfemias e irreverencias varias ya teníamos a Javier Krahe, dada su afición a asar cristos salpimentados en el horno, pero la compañía “Títeres desde abajo” ha conseguido popularidad y fama, que es lo que suele conllevar la provocación y el mal gusto.
Y es que, junto a los títeres, también coexisten las marionetas, y sobre todo aquellos que mueven los hilos, quienes no parece que no estén a la altura. La Alcaldesa Carmena, a la que presumimos buena voluntad pero criticamos cierta falta de mesura y los excesivos titulares que está ofreciendo su mandato, quita drama al asunto, merced a su hipersensibilidad, fruto sin duda de años de ejercicio de la judicatura penitenciaria, pero parece evidente que se ha rodeado de un pésimo equipo cultural, al que le viene grande y ancho el cargo. Celia Mayer sustituyó en su puesto al levantamuertos de Guillermo Zapata, quien sin duda alguna pasará a la posteridad por sus chistes necrofílicos de escaso gusto. A este paso, la Alcaldesa no va a dejar a títere concejal con cabeza.
Con el nuevo Código Penal hoy día todo está penado, y me pregunto si a este paso no vamos a considerar el entierro de la sardina, pasto del fuego purificador a manos de un obispo, como un delito sacro contra el maltrato animal.
A cambio de la puesta en libertad de los teatreros malhechores, la Audiencia Nacional les ha requisado el material, con lo que muerto el perro-flauta, se acabó la rabia. En Albacete, sin ir más lejos, este plumilla ha podido asistir a algún sacrílego espectáculo de títeres de cachiporra, donde los maldicientes nazarenos se cagaban en el copón mientras llevan bajo palio al obispo de turno. Y no pasó nada, es más, me estuve riendo a mandíbula batiente durante toda la representación. Resulta obvio y notorio que no se trata de una representación apta para menores. Esa es la clave, la prevención, y no la represión policial, judicial y penitenciaria ulterior. Tampoco se trataba, en el caso albaceteño, de una obra programada o subvencionada con dinero público, sino de un teatro alternativo, de trazo libre y con su habitual carácter políticamente incorrecto.
Los azorados titiriteros, con pinta de los Hermanos Cohen, resulta que ni son vascos ni hostias, son de Granada, con lo que el “Gora Alka-Eta” no parece esgrimirse por un sentimiento de convicción propia. Ni incitar al odio. Nada hubiera pasado si en lugar de blandir tan fanática proclama, hubieran mostrado un cartelito de apoyo al singular Chorrojumo, aquel cuentaguijas autoproclamado Rey de los Gitanos y Señor de los Bosques de la Alhambra que hoy día cuenta hasta con una estatua en el Sacromonte.