Bajo la canícula albaceteña de julio, el que esto firma reflexiona sobre lo que ha ido amando alternativamente: personas, cosas, objetos y situaciones. Hay amores que son eternos, incondicionales, como el que profeso hacia mi familia, mientras que otros ni siquiera alcanzan la categoría de pasajeros, puesto que se los lleva el viento o resultan efímeros, vocablo griego que significa “de un día”. O ni eso.

De pequeño, recuerdo querer con locura a mi mono de peluche, que me acompañó en más trances infantiles que cualquier ser humano. Quizá se debiera a mi fascinación por la lacrimosa serie “Marco, de los Apeninos a los Andes” (ya saben, “no te vayas mamá…”), a cuyo agonizante y sufridor protagonista le acompañaba su inseparable mono Amedio. Joder, recuerdo el final de la serie y todavía se me encoge el corazón. Demasiado drama de origen japonés para un enano de apenas cuatro años de edad.

Ya muy joven aprendí a querer a los animales y a muchos objetos inanimados que a mis ojos, por aquel entonces, tenían alma propia. Debo ser un tipo algo peculiar puesto que, por amar, llegué a amar los canelones. O determinados instantes, paisajes, como la escorrentía de la lluvia, y olores. No obstante, la pubertad y la juventud pasaron sin pena ni gloria y no recuerdo haber amado especialmente y sí odiarme bastante por alguna que otra equivocación. Dicha etapa se asemeja a un café largo que dejó apenas posos ni cicatrices, lógico cuando uno se dedica a hacer el tonto. Corramos un tupido velo, como dicen los cursis.

Amar a alguien o algo debe poner nuestro corazón en llamas y lograr que todas nuestras células bailen. Sin eso, no deberíamos hablar de amor, sino de cualquier otra cosa a la que hoy se le atribuye el mismo significado y que realmente significa cosa bien distinta, como conformismo, miedo a la soledad, pacto de no beligerancia o interés.

En un beso sabrás todo lo que he callado”, escribió Pablo Neruda. Cierto, y esa puerta a veces provoca que “el amor se componga de una sola alma que habita en dos cuerpos”, como afirmaba Aristóteles. En este caso, apunto yo, el alma cambia de casa. Si me he animado a escribir sobre tamaño sentimiento es porque precisamente ahora me veo en condiciones de poder hacerlo, y no antes; digamos que me veo capaz de mirarle a la cara, entenderlo y poder seguir sus reglas y asumir sus riesgos.

Con el paso del tiempo, amé poco y sufrí mucho, lo que evidenciaba mi falta de enfoque correcto en el asunto, y no ha sido hasta la madurez cuando he aprendido la lección y he sabido descifrar ciertas coordenadas. Amar no siempre debe concebirse como algo parejo al sufrimiento. Cierto es que se trata de un binomio que parece inseparable puesto que tan doloroso némesis completa en ocasiones el generoso acto de entregarle al otro lo más preciado de nuestro ser.

La única medida del amor es amar sin medida. Hoy día, concibo el amor como algo tan grandioso que me genera incluso miedo, puesto que amar, según lo ve el menda, consiste en darle a alguien el poder de destruirte y confiar en que no lo haga. Cuando tienes la gran suerte de poder entrar en otra persona, uno se encuentra a sí mismo, y descubre a la otra persona, a ambos y a él mismo.

Ven a dormir conmigo. No haremos el amor. Él nos hará”.

(Julio Cortázar)

 

 

Amar

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